Paul McCartney llora. Uno de esos llantos en los que las lágrimas se hamacan en el borde de los ojos un buen rato antes de, con timidez, caer. Como si al llanto se lo hubiera moldeado la ancestral idea de que “los muchachos no lloran” y hubiera que resistirlo, aunque al final no pueda hacerse demasiado. Llora, mira a su alrededor, mira a ninguna parte y dice: “Ahora sólo somos dos”. Lo escucha Ringo Starr y ningún otro Beatle.
Es la mañana del día siguiente al que George Harrison avisara, sin perder demasiado la calma y sin dudar, que se iba de la mejor banda de la historia de la música. La mañana en la que John Lennon, después de esa renuncia, decide que tampoco tiene ganas de ir al estudio en el que componen y graban contrarreloj Let it be, el último disco que editarían. Los Beatles están rotos. Van a pegar sus partes por un tiempo más, pero el quiebre definitivo flota en la tensión del aire que vienen compartiendo hace más de diez años.
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