La pobreza es un problema complejo que aborda múltiples aspectos y causas que la condicionan. Se define como una situación social y económica que se caracteriza por la carencia marcada de las necesidades básicas. Por lo general, se consideran en este marco a aquellas personas que tienen un ingreso económico insuficiente para tener acceso a la comida, techo, ropa y otros artículos esenciales.
Sin embargo, la pobreza es mucho más que no tener suficiente dinero o el acceso a recursos materiales, implica la carencia de recursos en todos los órdenes, así como sus consecuencias, entre las cuales y de manera determinante está la falta de recursos en salud. Entre estas múltiples manifestaciones están concretamente las carencias en salud y en particular las consecuencias en la salud mental.
Esas privaciones económicas están relacionadas a aspectos que hacen a la vida y evolución vital fundamentales como son la educación, seguridad o el acceso a la salud, entre otras. Básicamente, implican la presencia de una serie de factores de riesgo que son tanto del medio externo como de la propia evolución interna del individuo.
La situación de pobreza en nuestro medio ha sido reflejada por diferentes informes recientes en particular entre pobreza e infancia. Uno de ellos fue el del Observatorio para la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA), o varios informes de la Comisión Económica Para América Latina y el Caribe (CEPAL) en el cual, en el de 2022 se muestra cómo la pobreza ha aumentado respecto a los índices prepandemia y sigue creciendo.
Un informe reciente del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), llamado La pobreza en niños, niñas y adolescentes en la Argentina reciente), muestra que en nuestro país 6 de cada 10 niños se encuentran en situación de pobreza. En el informe de la UNICEF en el mundo, vemos cómo la Argentina está entrando en una zona a la cual hasta hace años no pertenecía.
La relación entre pobreza y su impacto en la prevalencia de patologías mentales es algo extensamente estudiado y algunos informes son referentes al respecto. Uno de ellos, de Ridley, Rao y colaboradores de la Universidad de Harvard y el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), fue difundido por una publicación en la prestigiosa revista Science en diciembre de 2020 bajo el título Pobreza, depresión y ansiedad: evidencias causales y mecanismos (Poverty, depression, and anxiety: Causal evidence and mechanisms ).
El mismo hacía referencia al informe más extenso publicado por la Oficina Nacional de Investigación Económica de los Estados Unidos (National Bureau of Economic Research: Poverty, Depression, and Anxiety: Causal Evidence and Mechanisms). En este extenso trabajo se manifiesta lo que su título expresa: la evidencia (de patología psiquiátrica) y los mecanismos relativos a la pobreza en particular en la pobreza persistente.
Allí muestran cómo esta actúa como un factor bidireccional en el que incide en la mayor frecuencia de patologías mentales y a su vez estas en la persistencia y cronificación de la pobreza y las evidentes menores chances en los diferentes aspectos de la vida. El circuito de realimentación va a su vez acumulando otros factores como nutricionales; mayores riesgos de todo tipo, por ejemplo, con respecto al inseguridad como ser víctima de delitos en la medida de la mayor fragilidad en todos los órdenes; los trastornos alimentarios (pica, consumo de sustancias tóxicas etc.), amén de la desnutrición y por último, pero quizás el factor decisivo, el consumo de estupefacientes.
Los autores hablan de “la trampa de la pobreza” para establecer un sistema cerrado en el que habiendo caído en esa trampa pobreza-enfermedad mental que funciona como un circuito cerrado que se retroalimenta, que sin intervenciones combinadas sociales y muy concretas desde la medicina, en particular la psiquiatría, no hay escapatoria de ellas.
Otro estudio importante es el de la Universidad de Liverpool en el Reino Unido precedente al anterior (2019) (”Poverty dynamics and health in late childhood in the UK: evidence from the Millennium Cohort Study”), sobre una población de más de 10.000 niños menores de 14 años.
Este estudio evalúa la dinámica entre factores de la primera infancia frente a los que intervienen en la segunda infancia, así como los que experimentan pobreza persistente en el tiempo y a su vez los compara con una cuarta población testigo sin el condicionante de la pobreza.
Allí en comparación a esta última las cifras son claras, las patologías somáticas, psiquiátricas, nutricionales y la obesidad son claramente superiores en las tres etapas de incidencia (primera y segunda infancia, pobreza persistente). Asu vez, se ve la incidencia de diferentes tipos de afecciones en la primera y segunda infancia, etapa esta última en la cual predominan las afectaciones neuropsiquiátricas, mientras que en la primera infancia el lugar número uno lo ocupan las nutricionales (obesidad, hormonales, crecimiento pondoestatural, desarrollo neurológico, etc).
Un trabajo español de Esparza Olcina y Flores Villar del 2020 en base a este estudio británico corrobora estos hallazgos con un título que quizás lo sintetice con claridad: “A mayor pobreza infantil, peor salud física y mental”.
Un informe de la fundación Pere Tarrés de Barcelona que se ocupa de aspectos sociales en la infancia, encontró en encuestas en España que los niños y niñas de las familias más empobrecidas valoran más negativamente su estado de salud (10,5%) frente a lo que lo hacen los de clases sociales altas, y tienen una mayor incidencia en patologías respiratorias y en trastornos de conducta y mentales.
La pobreza actúa como un factor de estrés concreto en el que el sujeto se encuentra enfocado desde el inicio de su existencia en un llamado “modo supervivencia”. Este estado no solo lo atañe a su seguridad, sino a la propia de un organismo sometido, por ejemplo, desde el inicio a carencias nutricionales y la generación de un estrés crónico en el organismo tanto físico como psíquico.
En el modo supervivencia son las estructuras encefálicas más bajas (neurológicamente hablando) y primitivas que actúan para preservar lo elemental del individuo, dejando de lado todo otro logro o expectativa más elevada. A su vez ya hemos comentado en otro artículo (Los niños malnutridos, consecuencias físicas y psicológicas en su neurodesarrollo), las consecuencias de la desnutrición en el sistema nervioso, en particular el retraso cognitivo que condicionará de manera definitiva toda su existencia. La relación evidente entre pobreza y desnutrición ha sido objeto de infinidad estudios académicos, notablemente el de Siddiqui y col.
A esto se agrega todo el contexto de lo externo y de manera frecuentemente crónica como inseguridad habitacional, baja capacitación y escolaridad, y falta de expectativas y proyectos.
Lo inmediato, el “modo supervivencia” implica a su vez que en ningún momento puede dejar de estar en alerta, y ese estrés crónico (psíquico, bioquímico-hormonal y orgánico) es el factor basal sobre el que se construye toda la existencia del individuo. No nos extenderemos sobre las consecuencias físicas del estrés crónico que han sido presentadas varias veces, pero el impacto del mismo se reflejará en todo tipo de patologías orgánicas.
Esa inseguridad en todos los órdenes, empezando por la que aporta la salud física, genera un estado de fragilidad constante que en algunos casos se manifiesta en lo que se ha llamado “mentalidad de escasez”. Esto es la creencia de que nunca habrá suficiente, o lo mínimo necesario y ese constructo cognitivo genera como emoción asociada el miedo a esa carencia y la necesidad de buscar resolverlo a cualquier costo, en solucionar todo de manera inmediata sin medir los costos de esto y al mismo tiempo no poder proyectarse por fuera de eso inmediato por la pérdida de eso poco que se posee. A su vez, impulsa a adoptar conductas de riesgo de todo tipo.
Por otro lado, el estado de fragilidad permanente se traslada al tejido social y lleva al aislamiento social, que en esa trampa de la pobreza, disminuye aún más la posibilidad de acceso a recursos relativos a un apoyo social que sostenga.
La pobreza tiene un impacto significativo en la salud mental, y esto se manifiesta con una mayor presencia de depresión, ansiedad, así como patologías graves y, finalmente, el consumo de sustancias. Al mismo tiempo la probabilidad de experimentar traumas y abusos es mucho mayor dadas las condiciones de vida y la estructura que rodea a estas personas, (inestabilidad familiar/nuclear) lo que puede a su vez aumentar aún más su riesgo de problemas de salud mental.
Entre las razones por las que la pobreza puede tener un impacto tan negativo en la salud mental están:
1. Lleva a una serie de factores estresantes, como la inseguridad alimentaria, la inestabilidad de la vivienda y la falta de acceso a la atención médica clínica general.
2. Puede conducir al aislamiento social y al estigma. El tejido social que rodea a las personas puede ser de aislamiento, en particular estar sin contacto con figuras positivas.
3. Riesgo de consumos problemáticos. Dentro del impacto en la salud mental están las posibilidades de ingresar en el terreno de los consumos problemáticos y el de actividades potencial o realmente delictivas.
4. Dificultar el acceso a asistencia en salud mental. Naturalización de estructuras psíquicas disfuncionales que disminuyen o niegan inclusive la alerta o detección de patología.
A su vez, los efectos de la pobreza en la salud mental serán seguramente duraderos y van a continuar evolucionando en las diferentes etapas vitales. El nivel educativo bajo, así como la marginalidad y los demás elementos (por ejemplo, alimentarios y tratamiento de otras enfermedades concurrentes, con peor salud física) generarán un círculo vicioso que se retroalimenta hacia el incremento de la morbilidad en diversas patologías clínicas y neuropsiquiátricas.
Fuente: Infobae