‘Un verso bíblico me sostuvo’: migrante ecuatoriana narra 21 días de angustia tras ser detenida por el ICE en Estados Unidos

Reina siempre sintió que Estados Unidos era un país que ofrecía muchas oportunidades. Había venido varias veces desde 2018, primero como turista, llevando en la maleta artesanías y pequeños encargos que la ayudaban a financiar el viaje. Miraba este país con la mezcla clásica de fascinación y respeto: potencia, orden, oportunidades. Durante años se dijo a sí misma que no estaba lista para vivir aquí. “No había madurado esa idea”, admite ahora. Pero en 2022, mientras Ecuador se desmoronaba bajo una ola tóxica de narcopolítica, inseguridad y descrédito institucional, tomó una decisión que no creía posible: se quedaría. Por su hija, sobre todo. Para que ella tuviera, como repite, “un abanico de oportunidades” que allá ya no existía.

Los primeros meses fueron ásperos. Trabajos esporádicos, barreras idiomáticas, exigencias que desconocía. Ganó ritmo poco a poco. Entró a un almacén en Nueva Jersey, en el área de devoluciones, donde hacía control de calidad de la mercancía que regresaba de tiendas o ventas en línea. El trabajo era duro, pero estable. Y era suyo.

Pero una mañana de octubre, la normalidad se quebró sin aviso. El ruido habitual del almacén se detuvo cuando agentes de ICE, perros K-9 y oficiales de aduanas comenzaron a entrar por todas las puertas; las del ingreso principal, la cafetería, las oficinas. No hubo explicación previa ni tiempo para procesarlo. “Se me nubló la mente”, cuenta Reina. Quiso respirar hondo, repetir mentalmente los consejos que había escuchado en organizaciones migrantes, pero el miedo fue más rápido.

Los trabajadores fueron separados por estatus migratorio:

– Los que tienen residencia y ciudadanía de este lado, los que no tienen cómo demostrarlo de este otro.

Nadie tenía documentos en la mano porque estaba prohibido ingresar papeles al área laboral. Cuando ella logró llegar a su mochila, acompañada de un agente, entregó el permiso de trabajo que guardaba allí. El oficial lo observó brevemente, anotó algo en una hoja que no mostró y le pidió darse la vuelta. Le colocó esposas plásticas tan apretadas que le dejaron marcas días después. Reina cerró sus ojos. No dijo una sola palabra.

El impacto no fue solo individual. En total, calcula, sacaron a más de 50 personas. La mayoría, según recuerda, tenía permiso de trabajo emitido por el propio gobierno estadounidense. Ese dato se le quedó grabado: “Yo creería que un 98% tenía permiso”, repite. Por eso, desde el primer día, sintió que algo no encajaba: si el estado emite un documento y, aun así, te trata como si no existiera, ¿qué valor tiene ese papel en realidad?”, se preguntó.

Dentro, todo tenía precio, relata. Para hablar con el exterior, las familias debían depositar dinero en una cuenta de comisariato desde la cual se pagaban llamadas, pequeños artículos de higiene o alguna comida de microondas. Un activista que acompañó su caso, explicó que una sola llamada podía llegar a costar hasta 50 dólares, una cifra elevada para quienes ya estaban endeudados por el viaje o dependían de salarios mínimos. Ese cálculo —llamar o guardar el saldo para otra necesidad— formaba parte de la rutina diaria. Reina procuraba no usar el teléfono con frecuencia, administrando el dinero con cautela para no generar nuevas preocupaciones a su familia. Si quedaba saldo en la cuenta al momento de salir, el centro lo devolvía, pero la duda sobre cuándo usarlo o cuándo reservarlo la acompañó durante toda su detención.

«¿Por qué estoy detenida?», una pregunta y dos opciones
En medio de esa realidad, algo comenzó a repetirse entre las mujeres detenidas. Fue una petición, casi un ruego colectivo. Que quienes toman decisiones entiendan lo que está en juego. “Aquí se fragmentan familias”, decía una mujer. “Niños se quedan sin sus madres. Madres pierden de vista a sus hijos”. Reina comparte ese llamado: que las autoridades escuchen que los migrantes no rehúyen los procesos, ni las fianzas, ni las comparecencias. “Si hay que seguir reglas, las seguimos —explica—. Solo pedimos que respeten nuestros derechos. Que piensen en nuestros hijos.” Lo repetía con un tono sereno, más cercano a la esperanza que a la protesta. Ese mensaje lo ha escuchado en muchas voces: que los migrantes que trabajan sostienen economías enteras, que quieren integrarse, contribuir, pagar impuestos, cumplir las normas. “Lo único que pedimos —añade— es no ser tratados como criminales.”

En una de las primeras entrevistas internas preguntó por qué estaba detenida, si ella tenía un proceso de asilo en curso y un permiso de trabajo vigente. La respuesta no fue una explicación, sino una elección. Le ofrecieron “salida voluntaria”, y mil dólares para “emprender algo” en Ecuador y la promesa de no dejar rastro en su expediente migratorio, a cambio de renunciar a pelear el caso. O la otra opción: quedarse detenida y seguir adelante con el asilo. Ella pidió hablar con su abogado antes de decidir. Apenas le dieron unos minutos para intentarlo. No contestó. Colgó sin respuestas.

A los ocho días, las despertaron de madrugada. Había un traslado. Les colocaron grilletes en los tobillos, una faja metálica en la cintura y nuevas esposas en las muñecas. Subieron a un avión sin destino claro. Algunas especulaban Texas; otras, Arizona. El destino final fue Luisiana. Allí Reina pasó dos semanas más. Con ese movimiento, la audiencia que tenía en Nueva Jersey quedó anulada y le asignaron otra fecha. En total, veintiún días detenida entre un estado y otro.

En el centro de detención de Luisiana descubrió que su situación, aunque dura, no era la más extrema. Compartió celda con una colombiana arrestada junto a su hijo de ocho años. Al principio, la mujer aún podía saber del niño, pero conforme a ella la trasladaban entre pabellones y estados, al niño también lo movían de un albergue a otro, y ese frágil contacto se fue diluyendo. Las respuestas que recibía eran imprecisas, cambiaban según el turno y ninguna le ofrecía garantías. Reina la veía llorar cada día, agotada de imaginar en qué cama dormía su hijo, si estaba asustado, si alguien le hablaba en español, si comía bien. Lo más desgarrador ocurrió cuando le informaron que la madre tenía aprobada la libertad, pero no podía salir, nadie conseguía precisar dónde estaba el niño. Después de tantos traslados, ya no sabían en qué ciudad —ni en qué centro— lo habían dejado.

Un verso bíblico, certeza en medio de la angustia
Durante ese tiempo se sostuvo en una frase que recordaba de un verso bíblico que repetía en voz baja cuando el miedo avanzaba más rápido que la lógica: “En los labios del rey se halla sentencia divina; en el veredicto que emite no hay error.” La recitaba en la celda, en las colas para la comida, en las noches en las que el inglés de los guardias y las normas del centro la dejaban fuera de todo entendimiento. No confiaba ciegamente en el sistema, pero necesitaba creer que en algún punto habría una decisión que no fuera completamente injusta.

El día de su audiencia de fianza entró temblando. El juez habló rápido, sin pausas, en un inglés jurídico que no alcanzaba a seguir. Reina volvió mentalmente al verso, como si necesitara fijar al menos una parte de la escena en algo reconocible. No levantó la vista hasta que escuchó a su abogado hablarle en español. “Ya está —le dijo—. ¿Aceptas la fianza? Son quince mil dólares”. Fue la primera frase comprensible después de semanas de ruido ajeno. Aceptó.

Desde su liberación provisional, Reina vive en una pausa obligada. No puede trabajar porque su permiso de trabajo fue “extraviado”, evita planes a largo plazo y dedica los días a su hija, a la iglesia y a orar. Pero hay algo que no pasa desapercibido cuando habla del proceso, el agradecimiento. Recuerda cada llamada, cada gestión y cada mensaje que llegó desde afuera. “Nunca me sentí sola —dice—. Afuera había un engranaje entero: organizaciones como Cosecha, Resistencia, NDLON, activistas, abogados, amigos de la iglesia y el pilar más importante, mi hija. Todos moviéndose para que yo no desapareciera en ese sistema.”

Hay quienes le dicen que sería más sencillo “volver a su país”, una frase que ella escucha con calma, aunque no comparta su lógica. Regresar —explica— no es simplemente tomar un avión: es exponerse al mismo clima de violencia que la obligó a salir, renunciar al proceso de asilo y cerrar las oportunidades que quiere defender para su hija.

Por eso se queda. Ahora que su caso avanza a un ritmo que no controla, Reina vuelve una y otra vez a la frase que la sostuvo durante sus 21 días detenida. La repite despacio, como quien acomoda algo que no quiere que se rompa. Y en esa oración mínima, casi susurrada, caben el agradecimiento, la esperanza y la convicción íntima de que, en algún momento, las decisiones recuperarán un sentido más humano y quienes viven procesos como el suyo podrán enfrentar un camino claro, justo y compatible con la vida que buscan construir.
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