De la imagen del letrero con la nota “Hijos los amo, no vengan” a la toma del aeropuerto José Joaquín de Olmedo de Guayaquil para frenar la llegada de un avión de España. Ambas fueron noticias y memes mundiales que se forjaron durante la pandemia del coronavirus en Guayaquil.
Ahora que se cumplen cinco años del inicio del confinamiento, decretado por el régimen de Lenín Moreno la noche del 16 de marzo de 2020, la exalcaldesa de Guayaquil Cynthia Viteri rememora para EL UNIVERSO las motivaciones de sus actuaciones en medio de la mortalidad más grande que enfrentó la ciudad durante el último siglo.
En retrospectiva, recalca que no se arrepiente de sus acciones ante el drama de las familias que imploraban que recojan de los hogares a sus seres queridos fallecidos o el hedor que emanaba de las casas como consecuencia de la muerte.
“Era un silencio mortal roto por las ambulancias y el grito de mis vecinos cuando moría alguien”, recuerda en las oficinas de We Canal, el medio digital que creó con su actual esposo, Juan Carlos Vásconez, tras dejar la Alcaldía de Guayaquil.
La exalcaldesa hace revelaciones inéditas sobre lo vivido cuando Guayaquil se convirtió en el epicentro del COVID-19 en el continente y cómo la ciudad logró bajar el pico de mortalidad. Viteri estuvo detrás de ambos contrastes.
¿Cuándo fue la primera vez que escuchó del coronavirus?
Cuando lo veía en casa, en televisión, en aquella pequeña ciudad de China (Wuhan), y veía que la gente caía muerta en las calles y pensaba: “Eso es una película que nunca va a llegar acá a Ecuador. Está tan lejos”. Parecía una película de horror.
Jamás pensé que esa película iba a alcanzar un capítulo terrible en la vida de los guayaquileños, porque fue la ciudad epicentro del COVID-19 a nivel de Latinoamérica.
¿En qué momento cambió esta percepción lejana?
Cuando llegó la que denominaron como “paciente cero”, una mujer que venía de España, de 71 años, y que murió de COVID-19. Estábamos en el Municipio y dijimos: “Ya llegó al Ecuador”. Y cuando la Organización Mundial de la Salud lo declaró pandemia y el Gobierno central nos mandó a encerrarnos. Me acuerdo perfectamente que el 20 de marzo le dije a mi personal, que fue el último día que nos vimos en despacho: “Estamos solos, nadie nos va a venir a ayudar, nos han cercado”.
Estábamos totalmente cercados, se supone para no contagiar al resto del país, pero eso sería una medida de contención si no hubiera faltado la ayuda inmediata de los responsables del sistema de salud pública del país, que es el Gobierno central.
Los municipios no tenemos la competencia de salud, menos el presupuesto de salud. Ese día entendí que estábamos absolutamente solos y le dije a mi personal que esto dependía de nosotros.
¿Cómo estaban las arcas municipales?
No nos pagaban y no nos pagaron durante toda la pandemia tres meses de renta. Lo que teníamos en el presupuesto eran los saldos de enero y febrero; no teníamos marzo, abril ni mayo (de 2020).
Con los saldos de enero y febrero a todas las direcciones dispuse que nadie gastaba un centavo que no fuera para vivir y comer. Ese era el único objetivo que tenía Guayaquil: vivir y comer.
Y que todos los servicios públicos, mercados para la comida, transporte público, Metrovía, recolección de basura y Registro Civil para la inscripción de las personas que habían fallecido tenían que permanecer abiertos.
Esos días fueron terribles porque en el confinamiento estaba en el balcón más alto de mi casa y era un silencio mortal en toda la ciudad, solo cortado por el sonido de las ambulancias que cruzaban de un lado para otro y los gritos que yo oía de mis vecinos cuando moría una persona cerca. Vivo en Urdesa.
Ese horror me enseñó que era el momento más difícil de toda mi existencia. No era nada de lo que había pasado antes. Me había el destino puesto justamente cien años después de la última pandemia que hubo en Guayaquil, después de los incendios y de los piratas.
Me había puesto el destino apenas llegaba a una ciudad (Viteri asumió la Alcaldía en mayo de 2019) a salvar la vida de la gente que moría en las calles y en las casas. El horror llegó a tal punto que las personas tenían que poner a sus familiares en las calles, aun cuando los amaban, para no contagiarse.
El miedo era el sinónimo de todo el mundo, porque nadie en el mundo sabía a qué nos enfrentábamos.
¿Cuál fue el momento más álgido que recuerda haber vivido con las autoridades del Gobierno central de ese entonces?
Sí, solo una del vicepresidente (de la República de entonces, Otto Sonnenholzner), que después de confinarnos y aislarnos del resto del país y no mandarnos ninguna ayuda y dejarnos a nuestra suerte mirándonos la cara, dijo que de Guayaquil nadie entra y nadie sale. Esa es la única llamada que tuve.
Pero, paradójicamente, dijeron a todos los extranjeros que estaban en todo el país que se dirigieran a Guayaquil, a una ciudad que era el epicentro, a una ciudad que ya no podía aguantar otro enfermo más, que todos vayan a Guayaquil.
Así es que le dije al vicepresidente: “Usted no tiene por qué enviarnos a cientos de personas hacinadas y que no tienen pruebas de COVID-19 y que no sabemos si están contagiadas a contagiar al resto de la ciudad”.
Entonces, el régimen de Moreno sabía que Guayaquil concentraba la mayor cantidad de personas infectadas.
Sí, lo sabía no solamente el régimen: lo sabía el mundo entero. Guayaquil fue el epicentro de esta pandemia de Latinoamérica.
Después de eso, todo el presupuesto municipal, todos los directores, obreros, ejecutivos y conserjes valían exactamente lo mismo y tenían que hacer exactamente el mismo trabajo. Ante la muerte, no hay cargos, no hay estatus, no hay condición económica, no hay puestos, no hay nada.
Así es que lo único que nos quedó fue decidir: si nos dejaron solos, Guayaquil va a salir de esto como salió de los incendios y como salió de los piratas: solos.
Lo primero que hice fue reunir una mesa técnica de salud donde participaron expertos en virus y epidemias, exministros de salud, psiquiatras también, porque era una locura la salud mental, y decidimos dividir a la ciudad por sectores.
Todos los hospitales de Guayaquil habían colapsado. Los enfermos iban de lado a lado en las ambulancias no de los hospitales, sino en las de los bomberos, que eran los únicos que las tenían habilitadas con oxígeno, pero no los recibían en los hospitales; morían en el trayecto tocando de puerta en puerta.
¿Cuál fue su motivación para cerrar el aeropuerto de Guayaquil?
Justo ese día que me llamó el vicepresidente de la República (Sonnenholzner), el mismo día que había salido a nivel nacional diciendo que de Guayaquil nadie entra y nadie sale, cercándonos sin mandarnos alternativa de ayuda, ese mismo día convocó a todos los extranjeros que estaban en el país para que vengan a Guayaquil.
¿Por qué no los convocó para que vayan a otro aeropuerto? ¿Por qué Guayaquil? Porque estábamos condenados, porque aquí no importaba si morían más. Entonces, no, aquí se iba a cumplir lo que dijo: “Nadie entra y nadie sale”.
Todo esto para evitar el contagio de las personas que iban a venir de España, de Estados Unidos, de todos lados.
Y ahí se creó un mito porque un helicóptero sobrevoló el aeropuerto para impedir que despegara el vuelo que nunca despegó de Quito, porque ya estaba advertido el vicepresidente de que aquí no iba a entrar más gente.
Las tomas que se hicieron fueron desde un helicóptero, no desde el vuelo, que todo el mundo decía que era el avión que no podía aterrizar. Nunca despegó el avión de Quito.
¿Qué consecuencias tuvo con este cierre de la pista?
De hecho, tuve demandas judiciales, pero aquí no iban a traer a cientos de cientos de personas posiblemente contagiadas de coronavirus en hacinamiento para que sigan contagiando y matando gente en la ciudad. Quien me puso la denuncia del aeropuerto fue el prófugo Ronny Aleaga (exasambleísta del correísmo).
¿Arregló este problema?
Eso sigue creo en la ciudad de Quito; seguimos en el proceso, pero a mí me tiene sin cuidado. Mi conciencia está totalmente tranquila porque mi deber era cuidar a los guayaquileños, cuidar a los que vivían aquí; esa era mi responsabilidad.
¿Qué la motivó a publicar el en vivo en redes sociales con el mensaje: “Hijos los amo, no vengan”?
En mi casa, el padre de mis hijos cayó enfermo al inicio de la pandemia y fue empeorando hasta que prácticamente estaba en huesos, ya no se levantaba, no podía respirar bien. Yo me sentía perfectamente bien; más allá de un mareo y una tos, no tenía ni sentía nada.
Llamé al Ministerio de Salud y llegaron totalmente disfrazados con trajes que parecían espaciales. Le hicieron las pruebas ahí y comprobaron que tenía COVID. A mí me hicieron las pruebas, y también tenía.
Como fue el principio de la pandemia, pensé lo que pensaban todos: que iba a morir, que no podía salir de casa y menos despedirme de mis hijos.
Pasé eso. Mi esposo salió de la Clínica Guayaquil del doctor Roberto Gilbert (exconcejal de Guayaquil), quien puso camas inclusive en los parqueadores con oxígeno.
Eso que yo vivía, los demás lo vivían con peores condiciones. No tenían a dónde llevar a sus pacientes. Por eso, Guayaquil hizo lo que hizo.
Siempre he pensado que esa frase de “Guayaquil por Guayaquil” es muy cierta, pero no por orgullo, sino por evidencias. A Guayaquil la dejan sola; Guayaquil tiene que levantarse sola y después de levantarse tiene que levantar al resto del país, y eso fue lo que hicimos.
¿Se arrepiente de lo actuado durante la pandemia, como bloquear el aeropuerto?
No, para nada. Permitir que a esta ciudad ingresen miles de personas que venían de todas partes del mundo, desde los epicentros de la pandemia, como España, en que ya caía gente por montones… Aquí no iban a entrar. Nadie más iba a entrar a Guayaquil, peor a poner en riesgo la vida de la gente.
¿Hubiera hecho algo distinto?
No, ¿sabes que no conocía, hasta que me enfrenté a mi destino, la fuerza que podía tener para proteger a tres millones y medio de personas? No lo sabía.
Ahí entendí que la vida te va formando desde pequeñita con un propósito: que cada vez que te caes y crees que es lo peor que te ha pasado y te aíslan o te denigran o te insultan, no es nada, porque te vas poniendo cada vez más fuerte para el momento en que Dios, porque soy creyente, me puso en el lugar y momento indicado.
¿Qué piensa de las críticas que tuvo por estas actuaciones?
Para nada me afectaron. Es como si te dijeran: “¿Te arrepientes de haber llevado a la clínica a tu hijo cogiendo un carro que no era tuyo?”. Nunca te vas a arrepentir porque le salvaste la vida a tu hijo. Nunca te vas a arrepentir tampoco de haber tumbado las puertas donde escondían el oxígeno. Que vengan las demandas que sean; la gente no se iba a morir por gente que iba a estafarlos y extorsionarlos con precios altísimos de los tanques de oxígeno.
Lo de los ataúdes de cartón fue objeto de críticas.
Sí, nos regalaron esos ataúdes. Dime: si alguien hace un esfuerzo, la empresa privada, por regalarnos algo cuando la gente moría en la calle, cuando estaban los cadáveres tirados en la calle… Compramos las fundas herméticas para envolver a los cadáveres y la empresa privada nos regaló los ataúdes; no los íbamos a despreciar.
No había ni terreno para enterrarlos, ni en las casas los querían tener. Toda ayuda de la empresa privada era bienvenida.

La empresa privada jugó un papel fundamental. Y al equipo municipal, hasta el último de mis días, lo recordaré como un equipo que se jugó la vida.
Recuerdo una vez que íbamos en el convoy viendo casa por casa y una anciana salió atrás de nosotros y, por alcanzar un carro, se cayó y se rompió la cara.
Ver que esos jóvenes con bata blanca, porque eran los recién contratados, corrían a alzarla en peso para llevarla en su camioneta a un hospital para curarla, eso es algo que jamás olvidaré. Esa fue la época en que todos nos dimos cuenta de que tenemos un corazón más grande que nuestro mismo cuerpo.
¿Cómo ve la evolución del hospital Bicentenario (nació por la pandemia?
No he vuelto a ir más, solo lo que leo en las redes sociales. Qué lamentablemente: no hay atención, no hay medicinas, no hay laboratorio. No sé cómo estará la máquina de tomografía, que costó mucho. No sé cómo estarán los quirófanos, que los dejamos absolutamente habilitados. No sé si habrá camas, médicos… No tengo idea de nada. Lo único que recuerdo es que ese hospital tenía una bandera gigante con fotos de los médicos que estaban adentro y de los que habían fallecido y que decía: “Estos son nuestros héroes”.
¿En qué momento se decidió salir a las calles en convoy para prestar ayuda directamente en las casas?
Decidimos llegar a las casas antes de que llegara el COVID-19. Contratamos en tres días a mil profesionales de la salud solo para el COVID; adicionalmente, a todo el personal que teníamos en todas las direcciones de salud. Empezamos a ir casa a casa a tocar las puertas para llegar antes que la enfermedad y preguntar si alguien tosía.
Entonces, a esa persona la atendíamos con las medicinas con que el mundo decía que debíamos atenderlas. Llegué a comprar y a traer ivermectina, que repartíamos de casa en casa.
Se dispersaron todos los médicos y personal del Municipio de Guayaquil. El Gobierno, al finalizar el año crítico del COVID-19, dijo que había gastado $ 215 millones, aproximadamente, en los 221 cantones del país. Eso significaba menos de un millón por cantón. Solo Guayaquil invirtió en esa fase crítica $ 35 millones.
¿De dónde obtuvo los $ 35 millones?
Los saqué de todas las direcciones municipales, incluyendo la de Obras Públicas. A las demás les dieron menos de un millón de dólares. A Guayaquil no le dieron nada, absolutamente nada.
El lema era vivir y comer. Si había otra necesidad, no era atendida. Por eso, las dependencias públicas estaban abiertas. Inmediatamente transformamos el Centro de Convenciones en el primer hospital con oxígeno por tubería y con las camas y personal adecuado de infectología, expertos en virus, enfermeras, camilleros.
La gente llegaba al Centro de Convenciones y muchos murieron cuando iban llegando y caían muertos. Todos los que pudimos atender tenían, apenas llegaban, oxígeno por tubería…; los que podían atravesar la puerta, porque no le decíamos no a nadie.
Si no había camas, los poníamos al lado de otra persona, pero todos tenían oxígeno.
Para ese momento, ¿usted desde dónde monitoreaba la ciudad?
Yo estaba metida en el Centro de Convenciones con mascarilla. Cuando ya aceptas que puedes morir en una pandemia, no le tienes miedo a nada. Mientras todos estaban en las casas, todo el personal municipal estaba en las calles y yo hasta en las parroquias rurales de Guayaquil llevando medicinas, médicos, alimentos, colchones, mascarillas, guantes, kits alimenticios que compramos a través de las Naciones Unidas. Eso era comer, sobrevivir. Era salvarles la vida.
Construimos el hospital Bicentenario con el personal de Obras Públicas del Municipio arriesgando sus vidas en un tiempo récord de 36 días. Levantamos la antigua maternidad Enrique Sotomayor, que estaba en escombros, y la convertimos en el más grande hospital municipal que existe en todo el país, o que existía, no sé las condiciones en las que está ahora. Compramos un dispensador de oxígeno para todo el hospital.
Teníamos quirófanos, laboratorio, medicinas, médicos, rayos X, tomografías, que las necesitaban inmediatamente para saber cómo estaban los pulmones de los pacientes. Y nos dimos cuenta de que empezó a llegar gente de todo el país.
A la vez, el Gobierno apilaba a los muertos en cuartos. Los médicos caminaban sobre cadáveres apilados y les daban restos de personas a quienes no eran sus familiares. También compramos y alquilamos al Gobierno, pagados por los guayaquileños, contenedores refrigerados para que pongan a las personas fallecidas.
¿Qué hizo cuando aparecieron los cadáveres que se descomponían en las calles?
Al ver que no los recogían de las calles, mandé a todos los metropolitanos con los equipos de seguridad que comprábamos a recoger cadáveres de las calles y de las casas, porque tenían cinco o seis días tirados ahí.
Perdimos a 51 compañeros municipales en ese operativo, los que recogían los cadáveres. Murieron desde un director hasta un conserje.
El hospital Bicentenario se convirtió en “el del Ecuador”. No se pedía la cédula para ver si eras de Guayaquil, lo que hacían en los otros hospitales: todos eran atendidos.
Repartimos a cada enfermo tablets para que se comuniquen a través de internet con sus familiares en las casas, porque estaban solos, se sentían solos, y lo peor era morir en soledad.
La empresa privada nos brindó vituallas, colchones, comidas. Esa era otra entrega de comida que hacíamos aparte de los kits que compramos. Fueron más de 1′300.000 personas que alimentamos con los kits.
También la empresa privada no dejó de ayudarnos, desde con medicinas; por ejemplo, Difare: medicinas sin ponerme límites; hasta Grupo El Rosado, con Johnny Czarninski, ya fallecido (el 22 de agosto de 2024), dando todo lo que podía dar en alimentos.
Era un desafío diario de cara a la muerte, y yo me sentía como una madre que tiene tres millones y medio de hijos, que todos corrían peligro y que yo los tenía que salvar.
¿Cómo se logró reducir el pico de muertes récord que alcanzó Guayaquil?
En 24 días, con la ayuda del matemático Juan José Illingworth, porque éramos la única fuente de información que tenía la ciudad para saber cuántas personas estaban contagiadas por semana, cuántas habían fallecido, dónde y quiénes. Dábamos los reportes de lunes a lunes.
Construimos también en tiempo récord el cementerio con cuatro mil tumbas en Monte Sinaí, pero con todas las especificaciones técnicas para que la pandemia a través de esos sepulcros no se filtrara y contaminara a los demás. Ampliamos también el cementerio María Canales para nuevas tumbas, porque no tenían dónde sepultar a sus muertos.
Luego salió la noticia de que en 24 días pasamos del pico de 498 muertos oficiales, el 16 de abril; 700 era otra de las cifras que teníamos el mismo día, en 24 días, en mayo (de 2020), teníamos nuevamente la cifra normal de muertos diarios en Guayaquil, que era 38 en ese entonces.
Entonces, los noticieros internacionales también daban cuenta de esto y decían cómo Guayaquil bajó ese pico.
Y cuando me preguntó la periodista le dije: “Porque nos adelantábamos a la muerte, al COVID. Llegábamos puerta a puerta antes de que ese enfermo se agravara, antes de que necesite oxígeno”.
¿Cómo surgió el tema de llevar ayuda a otras ciudades?
Cuando bajamos el pico en 24 días, recibimos pedidos de ayuda de todo el país. Enviamos a 21 ciudades del país, incluyendo Quito y urbes del Oriente, médicos en buses con todas las medicinas, mascarillas, guantes, alcohol, ivermectina, colchones, comida, vituallas y con la comisión de solidaridad, que la formaron mujeres trabajadoras del Municipio para atender casa a casa a cada persona que lo necesitara.
Así es que Guayaquil dejó de ser el punto negro en el mapa del Ecuador para ser la luz brillante que ayudaba ahora a 21 ciudades del resto del país. Me daba mucha emoción ir al hospital Bicentenario a despedir cada bus que salía, porque los que se iban no sabían si volverían.
Eran jóvenes y adultos. Por la ventana de los buses, cuando se despedían de sus familiares, sacaban la bandera de Guayaquil. Eso realmente me emocionó (solloza).
¿Cómo lidiaba con la especulación de los precios de lo que se necesitaba para enfrentar la pandemia?
Ocurrió una cosa muy espeluznante: quienes tenían oxígeno, los vendedores, los proveedores, los escondieron. Cuando supe esto y sabía dónde estaban, mandé a tumbar las puertas. Ahí no había reglas. Cuando estás entre la vida y la muerte, no hay reglas. Tumbé las puertas y decomisé los oxígenos que tenían para poderlos repartir en los centros de salud, 52 puntos adicionales aparte del hospital Bicentenario y el Centro de Convenciones, entre hospitales del día y clínicas móviles en toda la ciudad.
¿Qué cambió personalmente en usted tras esta pandemia?
En mi vida personal, que me sentí como esos lobos (señala un cuadro en el que se ven de frente dos de estos animales). Salió de mí un instinto que no conocía, y era que con Guayaquil nadie se mete. A los nuestros los protejo yo. Si quieren entrar a dañarnos, no los voy a dejar. Si no nos ayudan, yo los ayudo. Si nos dejan solos, me tienen a mí.
Eso es el instinto más básico de protección que tiene cualquier ser vivo, desde el animal hasta el ser humano. Ese instinto de protección casi animal hacia la gente que yo tenía que cuidar fue lo que descubrí en la pandemia.
¿Le faltó algo por hacer durante la pandemia?
Ningún ser humano puede decir que ha hecho todo en su vida. Lo que sí puedo decir es que di todo, absolutamente todo lo que Dios me pudo proporcionar: vida, alma, fuerza, corazón, y ahogué mi miedo, porque todos tenemos miedos. Lo ahogué, lo pisé. Reuní a mis hijos; que ellos no salgan, pero que su mamá tenía que estar en las calles. Vi cómo muchísimos políticos hacían lo que hacían desde sus casas, en computadoras pidiendo ayuda.
Yo cruzaba puentes, tocaba casas, llegaba a avenidas, a mercados, a hospitales, a atender a los chicos que consumían droga y que también estaban abandonados en las calles, a la gente con discapacidad, a los viejitos que nos dejaban en silla de ruedas abandonados en las puertas del hospital. Si pude haber hecho algo más, creo que no me hubiera alcanzado la vida. (I)
Fuente: El Universo