Adriano Leite Ribeiro se ha sincerado en una extensa carta publicada en The Players’ Tribune titulada ‘Una carta a mi Favela’. El delantero brasileño habla abiertamente sobre su adicción al alcohol, sobre cómo le marcó la muerte de su padre y sobre su vida en Vila Cruzeiro, el que define como su lugar. Adriano ha escrito la carta unos días después de unas imágenes que se viralizaron del futbolista en las favelas con síntomas de haber ingerido alcohol.
El brasileño no desmiente en su escrito que beba alcohol. Todo lo contrario, lo confirma de una manera rotunda. «No me drogo, como intentan demostrar. No estoy metido en el crimen, pero, por supuesto, podría haberlo hecho. No me gusta salir de fiesta. Siempre voy al mismo lugar de mi barrio, el kiosko de Naná. Si quieres conocerme, pásate. Bebo cada dos días, sí. (Y los otros días, también.) ¿Cómo llega una persona como yo al punto de beber casi todos los días? No me gusta dar explicaciones a los demás. Pero aquí va una. Bebo porque no es fácil ser una promesa que sigue en deuda. Y a mi edad, la cosa empeora», escribe.
Antes de esa parte, Adriano comienza la carta con un inicio desgarrador, contundente: «¿Sabes lo que se siente al ser una promesa? Lo sé. Incluso una promesa incumplida. El mayor desperdicio del fútbol: yo. Me gusta esa palabra, desperdicio. No solo por cómo suena, sino porque estoy obsesionado con desperdiciar mi vida. Estoy bien así, en un desperdicio frenético. Disfruto de este estigma».
El exdelantero de Inter, Parma y Flamengo, entre otros, lleva después al lector a un viaje por su niñez y su barrio, Vila Cruzeiro. Habla sobre la muerte de su padre, sobre la primera vez que le vio bebiendo alcohol y sobre cómo le afectó la falta de su familia y de la calidez de sus amigos en su etapa en Italia.
La primera vez que su padre le vio beber:»Tomé un vaso de plástico y lo llené de cerveza. Aquella espuma amarga y fina que bajaba por mi garganta por primera vez tenía un sabor especial. Un nuevo mundo de ‘diversión’ se abrió ante mí. Mi madre estaba en la fiesta y vio la escena. Se quedó callada, ¿no? Mi padre… Mierda. Cuando me vio con el vaso en la mano, cruzó el campo a paso apresurado de quien no puede permitirse perder el autobús. “Para ahí mismo”, gritó. Corto y espeso, como siempre. Dije: “Oh, hombre”. Mis tías y mi madre se dieron cuenta rápidamente y trataron de calmar los ánimos antes de que la situación empeorara. “Vamos, Mirinho, está con sus amiguitos, no va a hacer ninguna locura. Sólo está ahí riéndose, divirtiéndose, déjalo tranquilo, Adriano también está creciendo”, dijo mi madre. Pero no hubo conversación. El viejo se volvió loco. Me arrancó la taza de la mano y la tiró a la cuneta. “Yo no te enseñé eso, hijo”, dijo.
La muerte de su padre:»La muerte de mi padre cambió mi vida para siempre. Hasta el día de hoy, es un problema que todavía no he podido resolver. Toda la mierda empezó aquí, en la comunidad que tanto me importa».
Su infancia:»Maldita sea, a mi padre le dispararon en la cabeza en una fiesta en Cruzeiro. Una bala perdida. Él no tuvo nada que ver con el desastre. La bala entró por la frente y se alojó en la nuca. Los médicos no tenían forma de sacarla. Después de eso, la vida de mi familia nunca fue la misma. Mi padre empezó a tener convulsiones frecuentes. ¿Alguna vez has visto a una persona sufriendo una convulsión epiléptica frente a ti? No quieres verlo, hermano. Da miedo. Yo tenía 10 años cuando dispararon a mi padre. Crecí viviendo con sus crisis. Mirinho nunca más pudo trabajar. La responsabilidad de llevar la casa recaía enteramente sobre mi madre».
Adriano cuenta cómo algunos compañeros como Seedorf se portaron bien con él en su etapa en Milán. El neerlandés le invitó a pasar la Navidad en su casa. Él acudió pero echaba de menos el calor de los suyos en la fría capital de Lombardía.
»Me despedí rápidamente y volví a mi apartamento. Llamé a casa. “Hola, mamá. Feliz Navidad”, dije. “¡Hijo mío! Te extraño. Feliz Navidad. Están todos aquí, el único que falta eres tú”, respondió. Se oían las risas de fondo. El sonido fuerte de los tambores que tocan mis tías para recordar la época en que eran niñas. Pude ver la escena frente a mí con solo escuchar el ruido por teléfono. Maldita sea, comencé a llorar de inmediato.
“¿Estás bien, hijo mío?”, preguntó mi madre. “Sí, sí. Acabo de regresar de la casa de una amiga”, dije. “Ah, ¿ya cenaste? Mamá todavía está poniendo la mesa”, dijo. “Incluso habrá pasteles hoy”. Maldita sea, eso fue un golpe bajo. Los pasteles de la abuela son los mejores del mundo. Lloré un montón. Empecé a sollozar. “Está bien, mamá. Disfruta, entonces. Que tengas una buena cena. No te preocupes, todo está bien aquí”.
Estaba destrozado. Agarré una botella de vodka. No exagero, hermano. Bebí toda esa mierda solo. Llené mi culo de vodka. Lloré toda la noche. Me desmayé en el sofá porque bebí mucho y lloré. Pero eso fue todo, ¿no, hombre? ¿Qué podía hacer? Estaba en Milán por una razón. Era lo que había soñado toda mi vida».