Fue un trueno y así pasó por la vida: estruendosa, bella, temida, admirada y recelada, como una gran tormenta. Fue un trueno escondido en un improbable cielo azul vigilado por angelitos regordetes: la salvó su belleza y su audacia. Y un genio de inventora que se nutría de su pasión por la ingeniería y que aplicó al desarrollo armamentista en los años de la Segunda Guerra Mundial. El resto, igualaría los versos de Antonio Machado para Don Guido, aquel que fuera “de mozo muy jaranero, muy galán y algo torero, de viejo gran rezador”.
Hedy Lamarr no se llamaba ni Hedy, ni Lamarr; no era ni estadounidense como podía presumirse, ni británica como acaso sugería su nombre artístico: era austríaca; no tenía un pasado angelical sino agitado por un debut en el cine europeo en el que se convirtió en la primera mujer en hacer un desnudo integral, y en ofrecer a la cámara un orgasmo, se presume simulado; se casó y su marido la mantuvo secuestrada por celos mientras vendía armas y municiones a Adolf Hitler y a Benito Mussolini, de quien era amigo personal, mientras esos dos muchachos traviesos con imitadores en el siglo XXI, planeaban incendiar Europa, que fue lo que hicieron.