En el aumento de los precios influyen las políticas económicas del gobierno y la guerra que desató contra el Banco Central. También hay preocupación por el déficit sin control y la pérdida de atractivo del país para los inversores internacionales.
La popularidad del gobierno de Lula da Silva está en declive, revelan las últimas encuestas en Brasil. Según Datafolha, su aprobación ha caído tres puntos porcentuales desde diciembre, pasando del 38% al 35 por ciento.
Además, crece el número de brasileños para los que la economía ha empeorado, pasando del 35% al 41% en pocos meses, principalmente, dicen, debido a los altos precios. Como también señala la encuestadora PoderData, el gobierno de Lula es considerado “mejor” que el de su predecesor Jair Bolsonaro por el 44% de la población. El índice, sin embargo, ha caído 7 puntos porcentuales desde el sondeo de enero de 2024, y ha alcanzado su nivel más bajo desde el inicio del tercer mandato de Lula.
Se dice que el presidente está tan preocupado que convocó a Sidônio Palmeira, el experto en marketing que supervisó su última campaña electoral presidencial, al Palacio de Planato hace unas semanas. El objetivo de la reunión era elaborar nuevas estrategias de comunicación para salir mejor parados en los próximos sondeos.
Pero, ¿a qué se debe este cambio de escenario? Como sugieren muchos analistas, el problema no sería el tono a menudo temerario de sus declaraciones, ni su posicionamiento geopolítico internacional, ni una posible falla de comunicación. En realidad, la respuesta la dan los propios ciudadanos brasileños, entrevistados por las encuestadoras, que han señalado con el dedo a la inflación de los alimentos que complica cada vez más su poder adquisitivo.
En enero pasado, los precios subieron una media del 3%, según el Índice de Precios al Consumo Amplio (IPCA). En febrero volvieron a subir un 1,12%, muy por encima de la inflación general, que se situó en el 0,83 por ciento. El precio de las verduras subió nada menos que un 4,39% en el caso de las legumbres y un 6,79% en el de las papas. Los productos básicos de la mesa brasileña, el arroz y los frijoles, aumentaron un 3,69% y un 5,07% respectivamente. En marzo hubo una pequeña contracción, pero la percepción del consumidor sigue siendo la de un carro de la compra cada vez más caro y, por tanto, a menudo más vacío.
Históricamente, la inflación de los precios de los alimentos en Brasil siempre conlleva un precio político. Así ocurrió también en el gobierno del ex presidente Jair Bolsonaro, que a partir de noviembre de 2020, también por el impacto de la pandemia, vio caer en picado su popularidad e incluso fue objeto de una campaña crítica, la “BolsoCaro”, que denunciaba los altos precios. Tanto es así que entre los eslóganes más importantes de la campaña electoral de Lula estaba que si los brasileños le hubieran votado habrían vuelto “a comer picaña”, el corte de ternera más conocido en Brasil, una pieza con forma triangular que se extrae de la parte baja del cuarto trasero de la ternera.
Políticas inflacionarias y guerra al Banco Central
Sin embargo, según los economistas, no es sólo el cambio climático y las olas de calor y sequía provocadas por El Niño lo que explica este encarecimiento de los alimentos. Más bien está el camino económico que Brasil ha decidido tomar, a saber, más Estado en la economía aun a costa de aumentos inflacionarios.
El Banco Central lanzó la advertencia a finales de marzo. El último informe de su Comité de Política Monetaria (Copom), por el que normalmente se decide la tasa Selic, advertía de que la reducción de los tipos de interés “a lo largo del tiempo dependerá de la evolución de la dinámica inflacionaria, en particular de los componentes más sensibles de la política monetaria y de la actividad económica, de las expectativas de inflación, especialmente de las expectativas de inflación a más largo plazo, y de las proyecciones de inflación”.
Sin embargo, a pesar de que el Banco Central de Brasil, bajo la presidencia de Roberto Campos Neto, fue galardonado hace un mes por “LatinFinance Banks of the Year Awards” como el mejor gestor del mundo, también por cómo ha protegido a Brasil del riesgo de una inflación descontrolada, el gobierno sigue librando una guerra contra él.
Tras las numerosas y agrias polémicas de Lula, en los últimos días se han producido también las del ministro de Trabajo, Luiz Marinho, sindicalista de formación, que ha invitado al Banco Central a “estudiar más y mejor”. La receta de Marinho para que el Banco Central de Brasil controle la inflación es “llenar las estanterías de los supermercados de productos aumentando la oferta”. Sin embargo, sin que aumente la demanda, los economistas ortodoxos aseguran que este modelo crea problemas mayores de los que pretende resolver, al generar bienes no vendidos y dejando los productores sin un retorno capaz de cubrir los costos de producción. A menos que no opere un régimen de monopolio, capaz de aumentar los precios, lo que no es el caso.
Déficit récord
Además, la gran dificultad del gobierno para contener su gasto pesa cada vez más en la población. Las últimas cifras han hecho temblar a más de un funcionario en los despachos del Ministerio de Economía de Brasil. Con 58.400 millones de reales, es decir 11.645 millones de dólares, el déficit registrado en febrero pasado fue el peor de los últimos 28 años. De marzo de 2023 a marzo de este año, además, Brasil quemó 252.900 millones de reales, es decir 50.427 millones de dólares, el equivalente al 2,2% del Producto Interno Bruto (PIB).
Sin embargo, el equipo económico del gobierno Lula está convencido de cerrar 2024 con un déficit primario de 9.300 millones de reales, 1.854 millones de dólares, es decir, dentro del margen de tolerancia establecido por la reforma fiscal que se ha dado, el llamado “arcabouço fiscal” en portugués. En febrero, el sector público, que agrega los datos del gobierno federal, los estados y los municipios brasileños también mostró un déficit primario de 48.700 millones de reales, unos 9.631 millones de dólares, mientras que en los últimos 12 meses alcanzó la cifra récord de 1,01 billones de reales, casi 200.000 millones de dólares, el equivalente al 9,24% del PIB
“La situación no es buena”, dice Robinson Barreirinhas, el secretario especial de la Receita Federal (la agencia del Servicio de Ingresos Federales de Brasil y que es una secretaría del Ministerio de Economía), en relación con la discusión de los programas económicos en el Congreso. Muchos de estos programas pesan sobre el gasto público, como las correcciones de la tabla del impuesto sobre la renta y del salario mínimo, el gasto en seguridad social y el programa de movilidad verde (Mover), que apoya al sector automovilístico privado en la transición hacia tecnologías sostenibles.
De hecho, los objetivos futuros siguen sin definirse. Según el Secretario del Tesoro brasileño, Rogério Ceron, el gobierno todavía está estudiando la composición de ingresos y gastos para el proyecto de directrices presupuestarias de 2025, que se propondrá este mismo mes. Por lo tanto, aún no está claro cuál será el objetivo fiscal del próximo año. Al proponer el nuevo marco fiscal el año pasado, el gobierno anunció que trabajaría para lograr un déficit primario cero en 2024, seguido de superávits del 0,5% del PIB en 2025 y del 1% del PIB en 2026. Sin embargo, el ministro de Economía, Fernando Haddad, ya levantó la mano y declaró a finales de marzo que no puede confirmar el objetivo fiscal del 0,5% del PIB.
El fantasma del desempleo también pesa sobre este escenario. En el trimestre de diciembre de 2023 a febrero de 2024, la tasa media de desempleo alcanzó el 7,8%, según datos del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), con 8,5 millones de brasileños sin trabajo, la tasa más alta desde agosto del año pasado. Ciertamente, proyectos de ley como el que acaba de presentarse para regular el mercado de los trabajadores del transporte de personas o mercancías no han ayudado. Las recientes protestas de los trabajadores del sector en Río de Janeiro y en el estado de Minas Gerais fueron una señal clara de lo delicado que es este momento para los trabajadores de clase media. Mientras los manifestantes gritaban “no a la regulación, sí a la libertad laboral” y “el sindicato no nos representa”, su lema “si el gobierno pone impuestos, pararemos” fue una advertencia para las próximas decisiones de Brasilia sobre las políticas laborales.
En cuanto a las inversiones internacionales, los datos también son preocupantes: sólo este año, los inversores extranjeros han retirado de Brasil un total de 21.200 millones de reales, 4.227 millones de dólares. Incluso el banco estadounidense Goldman Sachs ha aconsejado a sus clientes que se deshagan de las acciones de empresas estatales brasileñas. En un informe enviado a sus inversores a finales de marzo, los analistas del banco justificaron su postura basándose en factores como “la creciente interferencia del gobierno en las empresas estatales brasileñas, lo que podría llevar a una rebaja de la calificación de las empresas públicas”.
Esta práctica, según los expertos, “centró la atención en un potencial sobreprecio político para la renta variable y el crédito brasileños”. Y se cita como ejemplo el reciente caso de Petrobras, donde el propio Lula intervino para evitar el pago de dividendos extra a los accionistas y donde ahora, según ha declarado Fernando Haddad, Lula también actuará como controlador, tanto en relación con la política de precios como de inversiones.
El jueves pasado también sacudió a los mercados y fortaleció al dólar la noticia de que Lula quiere sustituir al actual presidente de la petrolera nacional Petrobras, Jean Paul Prates, por Aloizio Mercadante, el actual presidente del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES). Mercadante fue ministro de la Casa Civil en el gobierno de la delfina de Lula, Dilma Rousseff, en 2014 y 2015, cuando el país vivió la peor crisis económica de su historia democrática.
Otra empresa estatal, los Correos, registró en 2023 pérdidas de 597 millones de reales, 119 millones de dólares. Según la empresa, el balance se vio perjudicado por el desembolso de 2.000 millones de reales, 399 millones de dólares, en el déficit del plan de pensiones de los empleados.
El gobierno trata de salir corriendo. Ha prorrogado hasta mayo el programa para que los ciudadanos renegocien sus deudas con los bancos, el llamado “Desenrola”. El 26% de los brasileños sigue estando más endeudado o mucho más endeudado que en 2023, según una investigación que acaba de publicar la Confederación Nacional de Industria. El gobierno también pretende conceder más crédito a las microempresas. El año pasado, las solicitudes de recuperación judicial en Brasil aumentaron un 68,7% en comparación con el año anterior. Las principales perjudicadas fueron las microempresas y las pequeñas empresas, con 943 solicitudes, seguidas de las medianas (331 solicitudes) y las grandes (135), para un total de 1405 solicitudes, frente a las 833 de 2022.
En este contexto, el Banco Central se mostró preocupado por el salto que dio el dólar la semana pasada, el mayor desde octubre pasado, hasta el punto de que intervino en el cambio por primera vez en el tercer mandato de Lula. También en los últimos días, el ministro de Economía Haddad anunció que el gobierno enviará una medida transitoria al Congreso para dar más seguridad a las inversiones frente a la posible volatilidad del cambio.
Además de una “cobertura cambiaria”, la medida provisional también incluirá una propuesta para la creación de un mercado secundario para los créditos en el mercado inmobiliario. “Queremos crear un mercado secundario de títulos inmobiliarios muy robusto, para que el crédito inmobiliario pueda circular en Brasil y multiplicarse muchas veces”, dijo Haddad. El propio sector inmobiliario podría deparar sorpresas, y no todas positivas.
El auge de la construcción de nuevos edificios que no va seguido de una expansión de las infraestructuras – basta pensar en el apagón que afectó durante días al centro de San Pablo – podría desembocar pronto en una burbuja inmobiliaria. La dificultad de los compradores para pagar sus préstamos bancarios y la infiltración de grupos sólo interesados en blanquear dinero en el sector de la construcción, con resultados peligrosos para la estabilidad de los propios edificios, podrían representar una bomba de relojería lista para estallar en cualquier momento.
Fuente: Infobae